Pluma, tinta y raspador. Esas fueron durante siglos las únicas herramientas de los monjes medievales que permanecían encerrados durante meses en sus celdas para realizar copias de antiguos manuscritos. Un buen copista era capaz de escribir hasta dos páginas al día aunque el ritmo tenía mucho que ver con el encargo. No era lo mismo hacer una copia de un documento administrativo que trabajar en un códice profusamente ilustrado destinado a convertirse en regalo de algún personaje principal.
«Un códice era un obsequio muy apreciado entre los personajes poderosos y cuando se hacía un encargo de ese tipo se contrataba a los mejores artistas que había entonces sin reparar en gastos», explica Manuel Moleiro, fundador de una editorial que lleva su mismo nombre y que está especializada en la realización de facsímiles -clones le gusta decir a él- de libros antiguos.
Lo que proporciona valor a un códice es su condición de pieza única. Puede que haya varias copias de la misma obra, pero cada una de ellas tiene sus propias características en lo que se refiere al papel -pergamino o papiro-, la tinta o la encuadernación. Por no hablar ya de la caligrafía o las ilustraciones -miniaturas-, cuya calidad dependía de la destreza de sus autores. El editor Moleiro dice incluso que cada códice tiene su propio olor, algo que, asegura, procura reproducir cuando realiza uno de sus trabajos. Moleiro ha 'clonado' unos cuarenta volúmenes desde que puso en marcha su editorial y se ha ganado una sólida reputación en el mundo del libro antiguo.
El proceso completo suele durar por término medio unos cinco años. Algunas obras dan más trabajo. Moleiro recuerda que reproducir la 'Biblia de San Luis', que a su juicio es la joya indiscutible de la bibliografía medieval, les llevó por lo menos seis años
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