La administración del presidente de Estados Unidos ha intensificado la persecución contra quienes filtran información gubernamental y se excede en su tarea de clasificar información pública.
Se calcula en 77 millones los documentos convertidos en secretos en los últimos años, pese a todas sus promesas de mayor transparencia.
Aunque hay argumentos válidos y legales sobre seguridad nacional, se critica al gobierno que estira las leyes para disciplinar a fuentes oficiales anónimas, las que han resultado indispensables para que el periodismo pueda divulgar informaciones de fuerte interés público, que las autoridades se ensañan en mantener en secreto.
Por esa actitud oficial celosa de mantener en secreto lo que debiera ser público o resulta embarazoso, varias organizaciones de Estados Unidos presentaron una demanda en abril, para que los tribunales de crímenes de guerra en Guantánamo les dieran acceso irrestricto a los juicios contra el terrorismo.
Es evidente que la época post- 11/9 trajo un mayor control de la seguridad nacional por parte del gobierno. Pero el problema es que a veces ese control desemboca en paranoia, que permite al gobierno perseguir fugas informativas, vigilar a los ciudadanos, clasificar o censurar información, aunque se pongan en riesgo otros valores sociales y democráticos como el derecho a la privacidad, la libertad de información y la rendición de cuentas.
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