Hace unos día daba cuenta de una noticia muy positiva, la ley "Open Government Act of 2007" que refuerza el acceso a la información en Estados Unidos. Poco dura la alegría con la administración Bush, porque según se publica en diferentes medios, la ley tenía "minino encerrado". La ley contempla la creación de un "ombudsman" que evitaría los conflictos y mediaría con el gobierno, pues bien, ese intermediario no van a ser los Archivos Nacionales, a los que George parece despreciar continuamente, sino el Departamento de Justicia, que obviamente no acelerará el acceso a la información, ni garantizará que se cumplan los plazos que establece la "Freedom for Information Act". Bush le hace un requiebro al Congreso y vuelve al secretismo.
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El poeta Éric Uribares Rangel ha escrito, refiriéndose a la internet, que un espacio virtual siempre arderá más fácil que la biblioteca de Alejandría. El epígrafe, tomado de la blogosfera, se guarece, al citarlo, en papel bond. La alusión no es casual: (h)ojear páginas web es una afición de los internautas, muchas veces estéril (inevitable el símil: perder el tiempo y ver pornografía). En ocasiones, sin embargo, una frase como ésta es el detonante de una reflexión que se ramifica como las pláticas y la neblina. Algunos temas de conversación vienen con ella, pero pronto se disipan; como la noticia, el 12 de noviembre (en México, día del cartero y del libro), de que un juez del distrito de Columbia, Henry H. Kennedy, Jr., había ordenado a la Casa Blanca conservar una copia de sus correos electrónicos enviados y recibidos, por tratarse de correspondencia oficial, esto luego de darse a conocer que cinco millones de e-mails habían sido borrados por funcionarios cercanos al presidente George W. Bush, práctica común en su administración: la Agencia Central de Inteligencia (CIA) destruyó las videocintas que, se presume, documentan la tortura a que son sometidos los sospechosos de terrorismo en interrogatorios extrajudiciales (¿curioso? el mismo juez federal lleva ambos casos). No puede haber mayor ironía para los ciudadanos estadunidenses: su primera dama, Laura Welch, es maestra en bibliotecología por la Universidad de Texas (aunque se quiera aparentar lo contrario: Bush firmó el 31 de diciembre una ley de gobierno abierto -Openness Promotes Effectiveness in our National Government-, la S.2488, presentada como iniciativa de reforma a la Ley de Libertad de Información el 13 de marzo de 2007 por el senador demócrata Patrick J. Leahy, de Vermont, y aprobada en el senado el 3 de agosto). En contraste, el rey de España rubricó en Madrid, el 18 de octubre, la ley de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones.
Pero volvamos a la sentencia inicial y su preocupación por los soportes documentales; mejor dicho: de la conversión del papel en lenguaje binario, tópico que con frecuencia impide ver que en su puesta en marcha confluyen el patrimonio documental y la legislación del derecho al conocimiento y las nuevas tecnologías. La modernización conlleva un desafío técnico, en primera instancia, y una inversión que debe ser justificada, en el aspecto económico y en el del beneficio social y cultural. En ese sentido, bajo un enfoque social, la digitalización de los acervos documentales permite democratizar la cultura y fortalece la educación en todos sus niveles. El asunto no se circunscribe a la adopción de una nueva tecnología: si bien los profesionales de la información documental deben poseer el conocimiento técnico requerido, el reto al que se enfrentan no radica tanto en la capacitación (elemento no menos importante), sino en enunciar las políticas públicas que franqueen los vacíos jurídicos del derecho a la información.
Hace diez años, cuando era estudiante, me parecía que la formación académica que recibíamos en la licenciatura en ciencias de la información documental debía reforzarse y tender a las humanidades y no a la tecnología. El razonamiento se sustentaba en el perfil que debía cumplir un bibliotecólogo: próximo al humanismo, complementada después con lo que encontraría en la práctica laboral: el conocimiento técnico. Se trata, si se le mira bien, de una falsa dicotomía: la cultura no excluye a las nuevas tecnologías. Creo, sin embargo, que una visión humanista, y no una tecnócrata, es necesaria cuando se trata, por ejemplo, de valorar el patrimonio documental: preservarlo es una responsabilidad y carecer del bagaje cultural apropiado podría nulificar cualquier argumento para conservarlo. Una década atrás, esta firmeza era nítida, no así las condiciones tecnológicas: a partir del siglo XX, las tecnologías de información se encuentran en una constante transición y el futuro era entonces tan nebuloso como ahora. Algo, sin embargo, se vislumbraba: el uso de la internet, poderosa herramienta que se extendió a gran velocidad y que se convirtió en un ícono de la libertad y la igualdad de acceso. Recuerdo haber leído en esos años un artículo de Naief Yehya sobre La biblioteca global (La Jornada Semanal, 30 de marzo de 1997). Ahí hablaba de uno de los problemas que enfrenta una biblioteca virtual: «una inmensa parte del saber humano no se encuentra aún en forma digital», observación que se mantiene en el presente, al igual que el de la obsolescencia tecnológica: «una vez que los bibliotecarios opten por la digitalización, es de esperar que se vean forzados a cambiar periódicamente sus colecciones de formato, de versión de programa y de dispositivos de almacenamiento». Decisiones como esas involucran el conocimiento de la informática y sus tendencias, y elegir mal por falta de información podría duplicar el costo de la inversión. Es ahí donde el documentalista debe actualizarse (una obligación equiparable a la de servir al público o la institución); también donde debe intervenir: en su campo laboral a menudo concurren varias disciplinas y profesionales que suelen asumir las tareas que corresponden a los documentalistas como, por ejemplo, las bases de datos y el resguardo de los archivos de las computadoras. Este desplazamiento sucede, en parte, por el documentalista mismo, al ceder algunas de sus funciones, pero sobre todo por la percepción social de su participación, la cual suele ser marginada (a veces, incluso, invisible: el articulista de La Jornada no indicaba quién debería ocuparse de archivar, clasificar e indexar la información en internet).
El avance tecnológico se ha instalado en nuestra vida diaria con mayor rapidez que en nuestros trabajos, y en el caso de la producción de documentación sonora y audiovisual, el alud se ha multiplicado en millones de imágenes y sonidos, ya que la compra del equipo básico está disponible para la mayoría de la gente, ya sea como entretenimiento o medio de comunicación (periodistas independientes y organizaciones no gubernamentales han cubierto el vacío informativo de los medios masivos y las unidades de información documental). Documentalistas sin serlo formalmente, los ciudadanos han registrado su vida y conservado sus recuerdos con una cámara de video o un teléfono móvil, han sido testigos de eventos históricos y coleccionistas de su época: graban programas de radio y televisión y guardan revistas, periódicos, libros electrónicos y páginas web. Las unidades de información documental, en cambio, se ven limitadas por el presupuesto, el equipamiento o el personal adecuado. Su misión de contar con la historia y la cultura de la comunidad a la que sirve es recopilada casi siempre con deficiencia o desinterés, a lo que se añade un distanciamiento entre el documentalista y la ciudadanía, por una mezcla de desconocimiento y aprensión que impide un vínculo más estrecho. Basta pasar del terreno digital a las edificaciones para constatar el largo camino que falta por recorrer en la reivindicación del papel de los profesionales de la información documental y la importancia de su labor: no sólo están arrinconados en los organigramas, son condenados, como en el caso del archivo histórico municipal de Toluca, a los sótanos, donde las condiciones físicas ponen en riesgo la integridad del patrimonio documental. La temperatura, las goteras y los incendios no son las únicas amenazas: la insensibilidad de los servidores públicos o funcionarios universitarios contribuye a agravar este desastre y a ennegrecer el panorama de la cultura nacional.
Seis ejemplos ilustran los temas que hemos tocado hasta el momento, un espejo que en un repaso refuerza el vínculo, pocas veces apreciado, entre información, democracia y ciudadanía. Quizá donde sea más visible esta tríada es en el terreno periodístico. Un caso memorable sucedió la noche del lunes 1 de octubre de 2001, en el primer programa de Círculo Rojo en el Canal 2, cuando Carmen Aristegui y Javier Solórzano mostraron en televisión un hallazgo que patenta las prácticas de conservación documental aplicadas en Noticieros Televisa: los guiones nunca antes vistos de los noticiarios de octubre de 1968, intactos treinta y tres años después, atesorando cada palabra transmitida al aire, versión fiel de la línea informativa concertada por el gobierno de Díaz Ordaz. Y aunque fue vergonzosa la parcialidad de Telesistema Mexicano, la empresa le da –como se merecen– el valor histórico a los documentos y los preserva en su soporte original.
En el lado opuesto se encuentra la Sociedad Española de Radiodifusión –propiedad del socio de Televisa, Prisa, grupo fundado en 1972 y presidido por Jesús de Polanco desde 1984, el mismo año en que el holding se convierte en accionista minoritario de la entonces estatal Cadena SER, como se le conoce–. A raíz de su cobertura informativa por los atentados terroristas en Madrid, retiró de su sitio web los audios de sus noticiarios del 11 al 14 de marzo de 2004, ocultando así el errático manejo de la información, que iba del oficialismo –la certeza de la autoría de Euskadi Ta Askatasuna (ETA)– al filtraje de evidencias no corroboradas que ponían en tela de juicio su trabajo periodístico. La manipulación de la opinión pública con miras a las elecciones generales fue revertida por la información generada fuera de la esfera gubernamental; Rodríguez Zapatero obtuvo la presidencia del gobierno español frente a Mariano Rajoy, luego de ocho años de aznarismo, y no fue sino hasta la comparencia del expresidente ante la comisión investigadora del parlamento, el 29 de noviembre, que «reapareció» la fonoteca digital y la empresa radiofónica volvió a subir a su página electrónica la programación íntegra de esos cuatro días. No está de más decir que en una restitución como esa debería intervenir el documentalista.
En nuestro país, la labor de los profesionales de la información documental es admirable, por las frágiles condiciones de resguardo en que suelen estar nuestros acervos (además, escasamente organizados y catalogados). Ese material, con frecuencia, está ligado a nuestra cultura: es el caso de la Fonoteca Manuel Esperón, ubicada en los Estudios Churubusco Azteca. No deja de llamar la atención que la iniciativa para realizar el rescate de la sonoridad del cine mexicano haya sido obra de una especialista extranjera: Sybille Hayem, francesa, encargada del sonido de varios documentales producidos en nuestro país en los años ochenta y noventa. No es extraño, sobre todo si se piensa que la preservación de la riqueza cultural de México no es debidamente atendida por las autoridades mexicanas. Esta recuperación de la memoria sonora inició en 1998 y a la fecha se han remasterizado la música y el sonido de un 40% de la filmografía nacional comprendida entre las décadas de los cincuenta y los setenta. Desde el 2002, ésta tarea ha estado en manos de Emilio Hernández Reyes, un fonotecario que ha sorteado la doble dificultad de reproducir cintas magnéticas que con los años han sufrido un proceso químico de deterioro y una tecnología análoga que ha dejado de existir de la misma forma en que hemos sido influenciados y absorbidos por el cine estadunidense: hablamos y amamos emulando los gestos de una cultura extasiada en la irrealidad; una invasión a la que nos hemos sometido sin miramientos.
En otra época, llamada «de oro», la industria cinematográfica de México conquistaba las pantallas del cono sur. Una de sus estrellas, Pedro Infante, sigue en el firmamento de nuestros recuerdos. Fallecido trágicamente en 1957, Warner Music conmemoró su quincuagésimo aniversario luctuoso con la digitalización de 351 canciones recuperadas de las cintas originales resguardadas en la fonoteca de Peerless, disquera adquirida por la transnacional en 1999. Fue el ingeniero Antonio Campos Calzada, con la encomienda de transferir el acervo musical de discos de 78 rpm y cintas de carrete abierto a DAT, quien redescubrió el sonido original y las bitácoras de grabación en medio de un desorden que a ningún documentalista sorprende, excepto porque en él se encontraba la inestimable discografía del cantante sinaloense desde 1942. Ni en un caso como este hay consideración alguna por el patrimonio sonoro.
Una noticia más involucra discos de 78 rpm: en febrero de 2007, la embajada de España en México recibió una donación anónima invaluable: el discurso pronunciado por el entonces presidente de la II República, Manuel Azaña, el 18 de julio de 1938 en Barcelona. Parece comprensible que en la península ibérica no tuvieran una sola copia de esos discos: al instaurarse la dictadura franquista en 1939, los republicanos partieron al exilio, la mayoría de ellos a nuestro país. Azaña Díaz, en cambio, se refugió en Francia; falleció el 3 de noviembre de 1940 en Montauban, donde fue sepultado (su féretro fue cubierto por la bandera mexicana, ante la imposibilidad de hacerlo con la tricolor del Estado republicano). Brillante orador, recientemente se le ha homenajeado con la publicación de sus obras completas. El discurso, casi completo, fue restaurado por Radio Nacional de España y, bajo el título «Habla Azaña», puede conseguirse en disco compacto (un soporte de poca garantía, habría que decir). La donación será depositada en el Centro Documental de la Memoria Histórica, este mismo mes en que el general de brigada Germán Jiménez Mendoza, director de Archivo e Historia de la Sedena, ha dado a conocer la digitalización del acervo a su cargo, para que pueda consultarse en línea y transparentar la información de una dependencia que ha sido acusada de opacidad, ejemplo que debería seguir el gobierno del estado de México, sus municipios y organismos autónomos, si realmente tuvieran voluntad de apertura.
Como hemos constatado, los acervos audiovisuales y sonoros constituyen un patrimonio cultural insuperable: por sus propias características, ofrecen información que ningún otro documento posee. Salvaguardarlos no sólo es un deber, es una acción imprescindible: su contenido aporta a la sociedad una parte de su historia y un tiempo irrepetible. Acceder a él es, por definición, vital para apreciar la vida misma (una vitalidad que reside en lo fidedigno de las imágenes y los sonidos). El reto radica en garantizar el acceso a la información y el conocimiento, y para que se cumpla ese derecho en nuestro país los documentalistas deben impulsar una legislación más amplia. Lograr que la obligatoriedad de la transparencia se extienda de los archivos gubernamentales a otras unidades de información documental –como los acervos de las radiodifusoras culturales y la televisión pública y educativa– es, quizá, el mayor reto de la digitalización de los documentos sonoros y audiovisuales, pero es ineludible: una sociedad democrática basa su cultura en la divulgación del conocimiento y una formación humanística –aquella que pone en práctica uno de los lemas que sustentan la filosofía de las copias permitidas: «la creación se protege compartiéndola»– exige hacer realidad el acceso de la gente a las ciencias y las humanidades a través del patrimonio documental depositado en instituciones como el archivo, la biblioteca, la mapoteca, la hemeroteca, el museo, la fototeca, la fonoteca, la filmoteca, la videoteca y la mediateca. El diseño de la infraestructura y la legislación en la materia debe ser una iniciativa que surja necesariamente de la comunidad que agrupa a bibliotecólogos, documentalistas y archivónomos, un reto que afiance el propósito de una sociedad digital: la democratización del conocimiento. Es una tarea de convencimiento que debe hacerse ya, pues de otra forma el avance será como hasta ahora: desigual.
Un decreto de ley ayudaría a dar pasos agigantados, como lo ha hecho el Ifai, por lo que conviene repasar aquí la legislación ligada con el patrimonio documental, la cual incluye, por orden cronológico: la Ley de Información Estadística y Geográfica (diciembre de 1980), la Ley General de Bibliotecas (enero de 1988), el decreto del depósito legal (julio de 1991), la Ley Federal de Cinematografía (diciembre de 1992), la Ley Federal de Derecho de Autor (diciembre de 1996), la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro (junio de 2000), la Ley Federal de Fomento a las Actividades Realizadas por Organizaciones de la Sociedad Civil (febrero de 2002), la Ley de Ciencia y Tecnología (junio de 2002), la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental (junio de 2002), la Ley para la Reforma del Estado (abril de 2007; artículo 12, fracción V: garantías sociales) y la reforma al artículo sexto constitucional (junio de 2007). Como podrá verse, en este entramado no existe hasta el momento una ley federal de archivos, lo que sin duda desdibuja cualquier defensa jurídica al patrimonio documental, particularmente el que se refiere al sonoro, audiovisual y electrónico, pues su incorporación es aún genérica y no está reglamentada.
Una ley federal del patrimonio documental (en Oaxaca existe una estatal desde 1990) debe ser desarrollada con el concurso de instituciones públicas como la Secretaría de Gobernación (de la cual dependen el Archivo General de la Nación y el Centro de Producción de Programas Informativos y Especiales), la Biblioteca del Congreso de la Unión, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Instituto Nacional de Antropología e Historia, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Red Nacional de Bibliotecas Públicas, Biblioteca de México y Biblioteca Vasconcelos, Centro Nacional de las Artes, Fonoteca Nacional, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, Estudios Churubusco Azteca, Cineteca Nacional, Centro de Capacitación Cinematográfica, Canal 22, Centro de la Imagen, Sistema Nacional de Fototecas, Conservatorio Nacional de Música y Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía), la Universidad Nacional Autónoma de México (Instituto de Investigaciones Bibliográficas, Centro Universitario de Investigaciones Bibliotecológicas, Dirección General de Bibliotecas, Dirección General de Servicios de Cómputo Académico, Dirección General de Divulgación de la Ciencia, Radio UNAM, Televisión Universitaria, Filmoteca y Centro Universitario de Estudios Cinematográficos), el Instituto Politécnico Nacional (Canal 11 y Biblioteca Nacional de Ciencia y Tecnología), la ANUIES (Sistema Nacional de Productoras y Radiodifusoras de las Instituciones de Educación Superior y Red Nacional de Televisión, Video y Nuevas Tecnologías), la Secretaría de Educación Pública (Indautor, Escuela Nacional de Biblioteconomía y Archivonomía, Dirección General de Televisión Educativa, Videoteca Educativa de las Américas y Radio Educación), el Instituto Mexicano de la Radio, la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, El Colegio de México, el Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (Videoteca Nacional Educativa), la Red Nacional de Radiodifusoras y Televisoras Educativas y Culturales, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, la Universidad Autónoma del Estado de México (Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal) y la Universidad de Colima (Centro Nacional de Edición Digital y Desarrollo de Tecnologías de Información), entre otras, y privadas como la Asociación Mexicana de Archivos y Bibliotecas Privados. Una experiencia exitosa, en un proyecto multidisciplinario similar –con más de treinta instituciones participantes– lo representa el Comité Técnico de Normalización Nacional de Documentación (Cotenndoc, constituido formalmente el 15 de febrero de 2000), con la concreción de las normas mexicanas de catalogación de acervos videográficos y de documentos fonográficos, publicadas por primera vez en el Diario Oficial de la Federación el 18 de diciembre de 2000 y 18 de abril de 2006, respectivamente. Un paso importante, sin duda, para reconocer el valor del patrimonio audiovisual y sonoro, el cual estamos obligados a proteger, preservar y difundir a través de la digitalización. Por eso no resulta extraño que las políticas patrimoniales hayan sido incorporadas al Programa Nacional de Cultura 2007-2012.
Presentado el 10 de diciembre en el Museo Nacional de Antropología, el programa dedica 21 páginas al primero de sus ocho ejes, orientado a patrimonio y diversidad cultural. Destacan, en el renglón de patrimonio documental, nueve estrategias: instrumentar una política para el manejo de archivos en diferentes soportes a cargo del INBA; impulsar el proceso de modernización y unificación de los sistemas de preservación, catalogación, restauración y difusión del patrimonio histórico y artístico contenido en los acervos fílmicos, videográficos, iconográficos y bibliográficos; generar y enriquecer un catálogo nacional del patrimonio sonoro; ampliar y mejorar los espacios, equipos y sistemas óptimos para el cuidado y preservación de los acervos fílmicos y no fílmicos en resguardo de la Cineteca Nacional; iniciar un amplio proceso de digitalización de materiales audiovisuales en custodia o producidos por el CNCA; fortalecer las acciones de conservación, preservación y promoción del patrimonio documental de las culturas populares; incorporar en mayor grado a las instituciones académicas, de investigación y educación superior en las tareas de protección, conservación y promoción del patrimonio material e inmaterial; estimular y apoyar las iniciativas públicas, privadas y sociales encaminadas a la protección y difusión del patrimonio industrial; y crear un centro de consulta pública en línea con información sobre los bienes muebles e inmuebles pertenecientes al patrimonio cultural de propiedad federal. Pero hay que tomarlas con reserva: los gobiernos panistas suelen vincular el patrimonio cultural con el sector turístico (convenio firmado entre el CNCA y la Secretaría de Turismo en julio del 2001) y el fortalecimiento del federalismo con los negocios de los particulares locales. Sus burocracias, además, han demostrado ser ineficientes, hasta para redactar (en un encabezado yuxtaponen, sin ton ni son, La cultura en el desarrollo humano sustentable).
El ranchero al que aludimos al inicio de estas reflexiones se parece mucho al que padecimos en el sexenio 2000-2006 (sorprendente la clarividencia con que Jorge Ibargüengoitia vislumbró al presidente mexicano con tres décadas de anticipación, en julio de 1970, en el artículo periodístico «Orden del día: asuntos varios», descubierto por una de sus más fervientes lectoras, Rebeca C. Castillo, al deleitarse una noche con sus Ideas en venta), no sólo porque en el espectro ideológico se encuentran en la derecha religiosa: ambos rechazan cualquier crítica adversa y su cinismo ante las pruebas documentales de su enriquecimiento al amparo del poder sólo es equiparable a su solvencia económica. Su paso por el gobierno –estatal y federal– cambió favorablemente su situación y la de sus allegados: de empresarios al punto de la quiebra, al confort del lujo material y la impunidad. Una característica más los hermana: su incultura.
En el campo cultural, la infame presidencia de Vicente Fox Quesada es una suma de errores, desde la designación misma de Sara Bermúdez Ochoa –cuya única virtud fue ser una amiga cercana a la «primera dama»–, hasta sus recurrentes equivocaciones de pronunciación e ignorancia de renombrados escritores latinoamericanos. Los fracasos en la «formación de ciudadanos en materia cultural» –aspiración incumplida como tantas otras– constituyeron irregularidades tangibles en el sector educativo: las bibliotecas de aula, como parte del programa Hacia un país de lectores –lanzado en mayo de 2002–, y Enciclomedia fueron inservibles, incosteables y en las finanzas públicas su rastro es una huella distintiva del foxismo: la malversación de fondos, lo mismo en la desaparecida Unidad de Proyectos Especiales del CNCA, que en la faraónica Biblioteca Vasconcelos (inaugurada en mayo de 2006, sesenta días antes de la elección presidencial).
La ciudadanización de la cultura fue un discurso hueco. La cruel verdad queda expuesta en «Matasari: tribulaciones de la cultura en el sexenio de Fox, de Gloria López Morales (Grijalbo, 2006), excoordinadora de Patrimonio Cultural del CNCA, quien sufrió de un espionaje telefónico ejecutado desde el gobierno federal. No deja de ser triste saber que las instituciones culturales carecen de políticas públicas claras y que gradualmente han cedido su vocación de servicio público. El patrimonio cultural en manos de una burocracia que cree ser su dueño es el riesgo que hemos corrido ante la ausencia de una cultura cívica que centre su vigor en el legado histórico de nuestra nación. La democracia mexicana no se concretará hasta que la gestión del poder acepte plenamente la libertad ciudadana de información.
En días recientes, el periodista Federico Cruz me comentaba que el estado de México será el último reducto priísta donde la opacidad sea la práctica reinante. Y es innegable: el gobierno estatal, los municipios mexiquenses y la UAEM temen al escrutinio público pues su conducta sigue reproduciendo los vicios del régimen presidencialista y las evidencias son encubiertas, borradas o, en el mejor de los casos, puestas bajo reserva. Olvidan que la documentación pública –en papel, medio magnético o soporte digital– es patrimonio de todos. Saben, en cambio, que su contenido transparenta las relaciones entre poder, ciudadanía y manejo de recursos públicos. Mientras no haya un contrapeso real a las decisiones unilaterales que privilegian a las oligarquías, los ciudadanos tendrán para sí un sólo derecho: el de guardar silencio, como bien ironizan Ramón Alberch Fugueras y José Ramón Cruz Mundet en ¡Archívese! (Alianza, 1999), libro que tiene mayor fortuna que este artículo al abordar el poder de los documentos.
Ojalá estas reflexiones queden ancladas en el espíritu libertario de los documentalistas y, al leerlas, amplíen el alcance del derecho a saber de los ciudadanos, impulsando políticas públicas de transparencia y rendición de cuentas. De lo contrario, este optimismo quedará reducido a cenizas y un soplido será suficiente para dispersarlo. Estas palabras se extinguen aquí, como el fuego consume al cigarro y el último sorbo de café las pláticas en las cafeterías. El punto final, sin embargo, también es un punto de partida: la discusión continúa en el ciberespacio, con la esperanza de contribuir a «agitar la conciencia pública», como escribió Daniel Cosío Villegas en el prólogo a sus Ensayos y notas en 1965.
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